Desde hace algún tiempo, por motivos que espero poder explicar a lo largo de esta entrada, angosta y adormilada como un 1 de noviembre, me he visto recompuesta en vídeo de bodas, comuniones, festivales, visitas a pisos en construcción y otras fiestas de guardar, a edades tiernas, cuando no me daba vergüenza decir que una de las cosas que más odiaba en el mundo era el fascismo ni proclamar a los cuatro vientos en el pasillo de mi casa (nunca diré que esa casa es de mis padres. Esa casa es ‘mía’ porque en ella me sigo viendo): «Soy Miss Mundo Mundial».
He visto y he llorado con un ataque de risa -todo a la vez- cómo el tiempo rueda. Y he sentido nostalgia de mis padres. Y me he visto mirar con adoración a mis hermanas y cogerles la mano para que me prometieran que ellas ‘matarían monstruos por mí’. En los poros me ha llegado el calor de las tardes de domingo, cantando, bailando, contando chistes sin gracia con los que mi padre se reía y a mi madre al fondo decir «Enrique, deja a las niñas tranquilas». El exceso de felicidad, de tal magnitud que ni eres consciente porque cuando han pasado 20 años, mitificas, descontextualizas, redimensionas hasta ajustarlo todo a esa medida en la que cabe la razón y los motivos.
Todo esto para poder decir que si tienes vídeos de tu infancia en VHS o Betacam, pásatelos a DVD y ponte una tarde a verlos. Te asombrarás de lo poderoso que eres cuando eres niño, porque no hay apenas principio y, ni mucho menos, final. Es posible que te emociones, que flipes con los looks ochenteros pero, por encima de todo eso, te levantarás del sofá sintiendo que todavía sigues siendo «Miss Mundo Mundial».