Había sido un sueño espeso, daliniano. Sobre la almohada todavía quedaban restos de la lucha que había librado por la noche. Imágenes que se atropellaban en escenas cortas, breves frames arrugados de película sorda. Se pusieron, de repente, sus dos ojos como platos sin posibilidad de moverse sin que acudiera Buñuel a rasgarlos. Y, sin embargo, estaba despierto.
El crujir de la sábana contra su talón era esquivo y metálico. Se dio media vuelta y otra media para acabar arrojando su saliva sobre la almohada sudorosa. Se preguntó: «¿Dónde está el reloj?». Pensó: «La luz ya no me ciega» y acorraló ambos pensamientos entre dos escenas nítidas.
No había sido un sueño. No es cuestión de suerte cuando estás atrapado y percibes que el tren inferior de tus extremidades no pueden dibujar un ángulo de 90 grados. Y, entonces, vuelven las pupilas abiertas y la cuchara dispuesta a hacer de palanca.
Agita la cabeza, el rostro aplastado, los párpados inmóviles y los palillos ensartados en esa minúscula distancia que conduce al lagrimal tan ejercitado la noche pasada, cuando no había caja de madera de roble en el mundo que le impidiera hacerlo.
Grita Cecilia, pero podría ser Aurora, la que esperaba encontrar cuando saliera de su pesadilla. Grita Aurora, pero podría ser Violeta, la de la luz que se proyecta cuando ya no queda nada.