Archivo de la categoría: Sin categoría
Desorden
En algún lugar escribí que cuento por semanas desde que estás en mí. Inauguramos la 22, en la que se supone que debería empezar a notarte, ¿dónde andas? Te siento cerca pero no lo suficiente para disipar lo oscuro. Cuando hayas nacido habrás viajado en tren y escuchado muchas voces. El llanto de un hijo por la posibilidad de pérdida . Pero quiero que sepas que tu padre ríe mucho más que llora. Me habrás sentido a mí, hablando con tus abuelas y tus tías de absurdos regímenes de visita que impone el dinero. De lucha absurda y voluntades injustas. De tantas cosas, que casi nada entenderás. Y, sin embargo, aquí andas tú, abriéndote paso a pesar de todo. Y, solo por eso, ya te quiero.
Perdona, hija, el desorden.
Asedio
Le pendía una cuerda. No sabía discernir, todavía, si se trataba de la misma que colgaba del techo o, por el contrario, del nudo marinero que subía y bajaba por la garganta.
Empezó a sentirla un lunes, tras zamparse los 200 gramos de spaghettis reglamentarios. Dieta obliga. La notó bajar sin apenas dar importancia al hecho de que un nudo se le formara al tragarla. Consideró entonces que, como los lunes, todo era cuestión de cantidad salival. Cuanto más segregues, menos tardarás en digerirla. Y así fue como tragó y tragó hasta creer que el nudo se había depositado en su estómago. Allí pronosticó se revolvería en otros jugos hasta confundirse con una bolsa informe.
Después, todo fueron nudos, salivas, nudos. Y se cansó y no luchó por hallar el comienzo de su ahogo. Alguien le diría después que la cuerda era de trigo tricolor.
Viernes
Ella empezaba poniendo título a sus textos. Después rellenaba huecos con tapones de oídos esponjosos que se adaptaban perfectamente a los paréntesis vitales que día a día se concedía. Eran escasos e infrecuentes. Frenéticos sin llegar a atosigar a nadie. Solo a ella misma.
Se escapaba el hilo conductor por encima de su cabeza. Y ella trataba de seguirlo en una persecución absurda en la que hallar el motivo. No se topó con él en el paréntesis esponjoso como un tapón de oído; ni en los vacíos informes del corcho revenido.
Solo un título.
Nochebuena
Los muelles que viven en estanques no tienen vida. Se mecen ligeramente mezcla de su propio peso y un tímido oleaje. Hubieran preferido las alegres pisadas de los niños y los húmedos cuerpos otoñales.
Llueve y es gris. El día. Qué extraño que la madera no llegue a pudrirse nunca.
Ella lo va mirando y en su grito ahogado desearía un día nítido y un fuerte aliento en la nuca. Ella lo mira y, también, observa al agua estancada. Piensa: “Qué lástima que nada pueda ya arrastrarla”.
Los muelles que viven en estanques esperan el ímpetu de aguas oceánicas.
Muelles de Mamooth Lakes
Corre y no mires atrás
Era un canario y se llamaba Júpiter (deberíamos parafrasear más a menudo a Mecano). Avancemos. El canario Júpiter no había experimentado lo que significaba la palabra escapar. Vivía confinado (parafraseemos a los informativos) en una caja de alambre desde su nacimiento. Ni su nombre galáctico ni su piquito de oro (parafraseemos a Sálvame) le habían servido de absolutamente nada.
(Ya no parafrasearemos más)
Pensó que quizá había llegado el momento de recurrir a sus aros, hasta que advirtió que estos eran propiedad de Saturno. Posiblemente, el único que le valdría ahora era el que recortaba la tela de cuadros que envolvía el que era su hogar y que tan nítidamente había calcinado el cigarro de su dueño.
Este, del que apenas se tienen datos, le sacaba a pasear un par de veces a la semana con el único propósito de que Júpiter afinara su exuberante timbre. Compartía espacios en estos agradables paseos con varias bolsitas contenedoras de una hierba seca y marronosa que aparecían y desaparecían para desconcierto de su frágil equilibrio mental.
Era canario y se llamaba Júpiter. Tenía 32 años, una jaula envuelta en tela de cuadros perforada y, metida en ella, un pájaro que no había estado nunca en el espacio.
Diez minutos escribiendo
Había sido un sueño espeso, daliniano. Sobre la almohada todavía quedaban restos de la lucha que había librado por la noche. Imágenes que se atropellaban en escenas cortas, breves frames arrugados de película sorda. Se pusieron, de repente, sus dos ojos como platos sin posibilidad de moverse sin que acudiera Buñuel a rasgarlos. Y, sin embargo, estaba despierto.
El crujir de la sábana contra su talón era esquivo y metálico. Se dio media vuelta y otra media para acabar arrojando su saliva sobre la almohada sudorosa. Se preguntó: «¿Dónde está el reloj?». Pensó: «La luz ya no me ciega» y acorraló ambos pensamientos entre dos escenas nítidas.
No había sido un sueño. No es cuestión de suerte cuando estás atrapado y percibes que el tren inferior de tus extremidades no pueden dibujar un ángulo de 90 grados. Y, entonces, vuelven las pupilas abiertas y la cuchara dispuesta a hacer de palanca.
Agita la cabeza, el rostro aplastado, los párpados inmóviles y los palillos ensartados en esa minúscula distancia que conduce al lagrimal tan ejercitado la noche pasada, cuando no había caja de madera de roble en el mundo que le impidiera hacerlo.
Grita Cecilia, pero podría ser Aurora, la que esperaba encontrar cuando saliera de su pesadilla. Grita Aurora, pero podría ser Violeta, la de la luz que se proyecta cuando ya no queda nada.
¿Y SI improvisas?
Si aplasto el órgano laberíntico
que ni el hilo ni la soga acallan.
Si supero el arco límbico
del vacío que te atrapa.
Si siento el roce, coma etílico,
de la pausa entre tu dedo y la almohada.
Si cruzo el río agnóstico
y alcanzo la otra orilla, de orquídeas y amapolas sin morralla.
Si digo ¡basta! y no me acallas
y no me atrapas en un confín diminutivo.
Cacaolat caliente
Tres chicas se sientan en una mesa de bar y calientan sus manos alrededor de la taza de cacaolat caliente (a falta de tazones de colacao con azúcar y leche hirviendo, buenos son los sucedáneos que te hacen sentir como un niño que merienda chocolate por las tardes). La tercera que es la última en llegar pero en realidad es la segunda y la primera en perseverancia, se sienta al mismo tiempo que pregunta: «¿Y qué os contáis?». La primera, que es la primera porque desde bien pequeña parapeta y parapeta, dice «Aquí estamos, hablando de la vida». En realidad, no está muy claro que hablen de la vida, si por vida no se entiende lo repelente que puede llegar a ser el encontrarte un excremento canino en el buzón de tu casa. No, definitivamente, eso no es la vida.
Después, no se sabe muy bien cómo, se enzarzan en hablar de horarios, deberes, de lo genial que sería apuntarse a clases de baile, del partido del sábado, de la propuesta del jefe y de lo cara que está la gasolina y de «esoyoyalodijeantes». Y la tercera, que es la tercera porque llegó la última y porque eso significa ser la pequeña, las escucha mientras piensa que la vida sin la primera ni la segunda sería infinitamente peor que un excremento canino en el buzón de tu casa. No, definitivamente, eso no sería vida.
Nueces de Macadamia
Desde hace algún tiempo, por motivos que espero poder explicar a lo largo de esta entrada, angosta y adormilada como un 1 de noviembre, me he visto recompuesta en vídeo de bodas, comuniones, festivales, visitas a pisos en construcción y otras fiestas de guardar, a edades tiernas, cuando no me daba vergüenza decir que una de las cosas que más odiaba en el mundo era el fascismo ni proclamar a los cuatro vientos en el pasillo de mi casa (nunca diré que esa casa es de mis padres. Esa casa es ‘mía’ porque en ella me sigo viendo): «Soy Miss Mundo Mundial».
He visto y he llorado con un ataque de risa -todo a la vez- cómo el tiempo rueda. Y he sentido nostalgia de mis padres. Y me he visto mirar con adoración a mis hermanas y cogerles la mano para que me prometieran que ellas ‘matarían monstruos por mí’. En los poros me ha llegado el calor de las tardes de domingo, cantando, bailando, contando chistes sin gracia con los que mi padre se reía y a mi madre al fondo decir «Enrique, deja a las niñas tranquilas». El exceso de felicidad, de tal magnitud que ni eres consciente porque cuando han pasado 20 años, mitificas, descontextualizas, redimensionas hasta ajustarlo todo a esa medida en la que cabe la razón y los motivos.
Todo esto para poder decir que si tienes vídeos de tu infancia en VHS o Betacam, pásatelos a DVD y ponte una tarde a verlos. Te asombrarás de lo poderoso que eres cuando eres niño, porque no hay apenas principio y, ni mucho menos, final. Es posible que te emociones, que flipes con los looks ochenteros pero, por encima de todo eso, te levantarás del sofá sintiendo que todavía sigues siendo «Miss Mundo Mundial».