Grises cobalto, amodorrados. Polizones negros, amontonados. Grises platinos y grises marengos. Y entonces, tú, brillante, núcleo duro en un vientre que no se deshace, ni pide remilgos más que el grito ahogado, que trepa gargantas y para el llanto.
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Creta
«You’re lucky». Cuando el tabernero cretense, mitad dandy mitad inocente, pronunció esas palabras, ellos ya lo sabían. Lo habían descubierto hace diez años, quizá cuatro meses, quizá tres días, cuando cogieron un avión, todavía con el peso molecular de las gotas de fatiga, sudor y calor acumuladas durante el año. Ella, horas antes de ser agasajada por una docena de variedades gastronómicas locales, había sentido el crepitar de la arena bajo sus pies, también en las ranuras de sus manos, mientras pensaba en quienes no dudan en afirmar que, poco antes de morir, ves pasar por tus narices -los ojos no llegan más allá cuando te falta la energía- las imágenes de tu vida.
Para ella, sin embargo, esas imágenes eran recurrentes. Su falta de memoria convertía los recuerdos en sensaciones, luchando contra un blanco cerebral que, aunque gracioso, le hacía perder fuelle en las conversaciones. Las almacenaba, eso sí, confusas y sin mucho orden, pues el clasificarlas era síntoma de un criterio que creía haber perdido hace tiempo.
Durante muchos instantes, en ese viaje, fueron felices y afortunados. Lo sabía el tabernero y también ellos, que construyeron nítidos paisajes. Ella, mientras, archivaba sentimientos.